sábado, 19 de noviembre de 2016

El gato negro 
[Cuento - Texto completo.] 
 Edgar Allan Poe 


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. 

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre. 

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. 

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. 

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle. 

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. 

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad. 

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. 

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. 

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. 

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. 

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. 

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar. 

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. 

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. 

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. 

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste. 

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros. 

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal. 

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! 

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón. 

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.  
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies. 

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. 

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. 

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”. 

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. 

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada. 

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. 

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez. 

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. 

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación. 

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba! 

 “The Black Cat”, The Saturday Evening Post, Estados Unidos, 1843
Berenice 
[Cuento - Texto completo.] 
 Edgar Allan Poe

 Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. -Ebn Zaiat 

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido. 

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia. 

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón. 

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia. 

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice. 

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes. 

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación. 

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación. 

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación. 

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal. 

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio. 

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice. 

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro. 

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto! 

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón. 

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro. 

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era? 

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas? 

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía. 

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso. 

FIN 

 Traducción de Julio Cortázar

El famoso cohete

[Cuento - Texto completo.]
Oscar Wilde


El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general.
Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.
Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesa iba acostada entre las alas del cisne.
Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre.
Era tan pálida, que al pasar por las calles, se quedaban admiradas las gentes.
-Parece una rosa blanca -decían.
Y le echaban flores desde los balcones.
A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía los ojos violeta y soñadores, y sus cabellos eran como oro fino.
Al verla, hincó una rodilla en tierra y besó su mano.
-Tu retrato era bello -murmuró-, pero eres más bella que el retrato.
Y la princesita se ruborizó.
-Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una rosa roja.
Y toda la corte se quedó extasiada.
Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:
-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!
Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.
Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.
Transcurridos aquellos tres días, se celebraron las bodas.
Fue una ceremonia magnífica.
Los recién casados pasaron cogidos de la mano, bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas.
Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas.
El príncipe y la princesa, sentados al extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. Únicamente los verdaderos enamorados podían beber en esa copa, porque si la tocaban unos labios falsos, el cristal se empañaba, quedaba gris y manchoso.
-Es evidente que se aman -dijo el pajecillo-. Resultan tan claros como el cristal.
Y el rey volvió a doblarle la paga.
-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos.
Después del banquete hubo baile.
Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta.
La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo gritaba:
-¡Delicioso! ¡Encantador!
El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar exactamente a media noche.
La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los recursos de su arte el día del casamiento de la princesa.
-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella al príncipe, mientras se paseaban por la terraza.
-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los prefiero a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a empezar a brillar y son además tan agradables como la música de mi flauta. Ya verán.., ya verán…
Así pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín real, y no bien acabó de prepararlo todo el pirotécnico real, cuando los fuegos artificiales se pusieron a charlar entre sí.
-El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño buscapiés-. Miren esos tulipanes amarillos. ¡A fe mía, ni aun siendo petardos de verdad, podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los prejuicios que haya podido uno conservar.
-El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres días para recorrerlo por entero.
-Todo lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino y muy orgullosa de su corazón destrozado- pero el amor no está de moda; los poetas lo han matado. Han escrito tanto sobre él, que nadie les cree ya, cosa que no me extraña. El verdadero amor sufre y calla… Recuerdo que yo misma, una vez.., pero no se trata de eso aquí. El romanticismo es algo del pasado.
-¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! Realmente, los recién casados se aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente a ellos esta mañana por un cartucho de papel oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que sabe las últimas noticias de la corte.
Pero la rueda meneó la cabeza.
-¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! -murmuró.
Era una de esas personas que creen que repitiendo una cosa cierto número de veces, acaba por ser verdad.
De pronto se oyó una tos fuerte y seca y todos miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un palo. Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la atención.
-¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó.
Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la pobre rueda, que seguía moviendo la cabeza y murmurando:
-¡El romanticismo ha muerto!
-¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo.
Tenía algo de político y había tomado siempre parte importante en las elecciones locales. Por eso conocía las frases empleadas en el Parlamento.
-¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se volvió a dormir.
No bien se restableció por completo el silencio, el cohete tosió por la tercera vez y comenzó. Hablaba con una voz clara y lenta, como si dictase sus memorias, y miraba siempre por encima del hombro a la persona a quien se dirigía. Realmente, tenía unos modales distinguidísimos.
-¡Qué feliz es el hijo del rey -observó- por casarse el mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte.
-¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era precisamente lo contrario y que era usted a quien se disparaba en honor del príncipe.
-Ése quizás sea su caso -replicó el cohete-. Casi diríase que estoy seguro de ello; pero en cuanto a mí, es ya diferente. Soy un cohete distinguido y desciendo de padres igualmente distinguidos. Mi madre era la girándula más célebre de su época. Tenía fama por la gracia de su danza. Cuando hizo su gran aparición en público, dio diecinueve vueltas antes de apagarse, lanzando por el aire siete estrellas rojas a cada vuelta. Tenía tres pies y medio de diámetro y estaba fabricada con pólvora de la mejor. Mi padre era cohete como yo y de origen francés. Volaba tan alto, que la gente temía que no volviese a descender. Descendía, sin embargo, porque era de excelente constitución e hizo una caída brillantísima, en forma de lluvia, de chispas de oro. Los periódicos se ocuparon de él en términos muy halagüeños, y hasta la Gaceta de la Corte dijo que “señalaba el triunfo del arte pilotécnico”.
-Pirotécnico, pirotécnico querrá decir -interrumpió una bengala-. Sé que es pirotécnico porque he visto la palabra escrita sobre mi caja de hoja de lata.
-Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en tono severo.
Y la bengala se quedó tan apabullada, que empezó inmediatamente a mortificar a los buscapiés pequeños para demostrar que ella también era persona de bastante importancia.
-Decía yo… -prosiguió el cohete-, decía yo… ¿qué es lo que yo decía?
-Hablaba de usted mismo -repuso la candela romana.
-Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa interesante cuando he sido tan groseramente interrumpido. Odio la grosería y las malas maneras, porque soy extremadamente sensible. No hay nadie en el mundo tan sensible como yo, estoy seguro de ello.
-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la candela romana.
-Una persona que porque tiene callos pisa siempre los pies a los demás -respondió la candela en un débil murmullo.
Y el petardo casi estalló de risa.
-¡Perdón! ¿De qué se ríe? -preguntó el cohete-. Yo no me río.
-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.
-Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con ira-. ¿Qué derecho tiene para ser feliz? Debería pensar en los demás, debería pensar en mí. Yo pienso siempre en mí y creo que todo el mundo debería hacer lo mismo. Eso es lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud y yo la poseo en alto grado. Suponga, por ejemplo, que me sucediese algún percance esta noche. ¡Qué desgracia para todo el mundo! El príncipe y la princesa no podrían ya ser felices: se habría acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey, creo que no podría soportarlo. Realmente, cuando empiezo a pensar en la importancia de mi papel, me emociono hasta casi llorar.
-Si quiere agradar a los demás -exclamó la candela romana-, haría mejor en mantenerse en seco.
-¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no estaba de muy buen humor-, eso es sencillamente de sentido común.
-¿Cree que es de sentido común? -replicó el cohete indignado-. Olvida que yo no tengo nada común y que soy muy distinguido. ¡A fe mía todo el mundo puede tener sentido común con tal de carecer de imaginación! Pero yo tengo imaginación, porque nunca veo las cosas como son. Las veo siempre muy diferentes de lo que son. En cuanto a eso de mantenerme en seco, es que no hay aquí, con toda seguridad, nadie que sepa apreciar a fondo un temperamento delicado. Afortunadamente para mí, no me importa nada. La única cosa que le sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la enorme inferioridad de sus semejantes y éste es un sentimiento que he mantenido siempre en mí. Pero ninguno de ustedes tiene corazón. Gritan y se regocijan como si el príncipe y la princesa no estuviesen celebrando sus bodas.
-¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y por qué no? Es una alegre ocasión y cuando estalle yo en el aire pienso comunicárselo a todas las estrellas. Ya verán cómo brillarán cuando las hable de la bella recién casada.
-¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo el cohete-, pero no me esperaba yo menos. No hay nada en usted. Es hueco y vacío. ¡Bah! Quizás el príncipe y la princesa se vayan a vivir en un país en que haya un río profundo, quizás tengan un solo hijo, un pequeñuelo de pelo rizado y de ojos violeta como los del príncipe. Quizás vaya algún día a pasearse con su nodriza. Quizás la nodriza se duerma debajo de un gran sauce. Quizás el niño se caiga al río y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! ¡Los pobres perder su hijo único! Es terrible, realmente. No podré soportarlo nunca.
-Pero no han perdido su hijo único -dijo la candela romana-. No les ha sucedido ninguna desgracia.
-No he dicho que les haya sucedido -replicó el cohete-. He dicho que podría sucederles. Si hubiesen perdido a su hijo único, sería inútil decir nada sobre el suceso. Detesto a las personas que lloran por su cántaro de leche roto. Pero cuando pienso que han perdido a su hijo único, me siento verdaderamente tristísimo.
-Ya lo veo -exclamó la bengala-. Realmente es usted la persona más afectada que he visto en mi vida.
-Y usted la persona más grosera que he conocido -dijo el cohete-. No puede comprender mi afecto por el príncipe.
-¡Bah! Ni siquiera lo conoce… -chisporroteó la candela romana.
-No, nunca dije que le conociera -respondió el cohete-. Me atrevo a decir que si lo conociese no sería de ningún modo amigo suyo. Es cosa peligrosa conocer uno a sus amigos.
-Mejor haría en mantenerse en seco -dijo el globo de fuego-. Eso es lo más importante.
-Para usted no dudo que será importantísimo -respondió el cohete-. Pero yo lloraré si me viene en gana.
Y el cohete estalló en lágrimas que corrieron sobre su vara en gotas de lluvia, ahogando casi a dos pequeños escarabajos que pensaban precisamente en fundar una familia y buscaban un bonito sito seco para instalarse.
-Debe tener un temperamento verdaderamente romántico, pues llora cuando no hay por qué llorar -dijo la rueda.
Y lanzando un profundo suspiro, se puso a pensar en la caja de madera.
Pero la candela romana y la bengala estaban indignadas. Gritaban con todas sus fuerzas:
-¡Pamplinas! ¡Pamplinas!
Eran muy prácticas, y cuando se oponían a algo lo denominaban pamplinas.
Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y las estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una música.
El príncipe y la princesa dirigían el baile. Bailaban tan bien que los pequeños lirios blancos echaban un vistazo por la ventana contemplándolos, y las grandes amapolas rojas movían la cabeza, llevando el compás.
En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego las doce, y a la última campanada de media noche, todo el mundo fue a la terraza y el rey hizo llamar al pirotécnico real.
-Empiecen los fuegos artificiales-dijo el rey. Y el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se dirigió al fondo del jardín. Tenía seis ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha encendida sujeta a la punta de una larga pértiga.
Fue realmente una soberbia irradiación de luz.
-¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda que empezó a girar.
-¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana. Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas colorearon todo de rojo.
-¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se elevaba haciendo llover chispitas azules.
-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que se divertían muchísimo.
Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete. Estaba tan húmedo por haber llorado que no pudo arder. Lo mejor que había en él era la pólvora y ésta se hallaba tan mojada por las lágrimas que estaba inservible. Toda su pobre parentela, a la que no se dignaba hablar sin una sonrisa despectiva, produjo un gran alboroto por el cielo, como si fuesen magníficos ramilletes de oro floreciendo en fuego.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte.
Y la princesita reía de placer.
-Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-. Indudablemente es eso.
Y miraba a su alrededor con aire más orgulloso que nunca.
Al día siguiente vinieron los obreros a colocarlo todo de nuevo en su sitio.
-Evidentemente es una comisión -se dijo el cohete-. Los recibiré con una tranquila dignidad.
Y engallándose empezó a fruncir las cejas como si pensase en algo muy importante. Pero los obreros no se dieron cuenta de su presencia hasta dejarlo atrás.
Entonces uno de ellos lo vio.
-¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete!
Y le tiró al paso por encima del muro.
-¡Mal cohete! ¡Mal cohete! -dijo éste girando por el aire-. ¡Imposible! Famoso cohete, eso es lo que han querido decir. Mal y famoso suenan para mí casi lo mismo, y a veces ambas cosas son idénticas.
Y cayó en el lodo.
-No es esto muy cómodo -observó-, pero sin duda es algún balneario de moda a donde me han enviado para que reponga mi salud. Mis nervios están muy desgastados y necesito descanso.
Entonces una ranita de ojillos brillantes y de traje verde moteado, nadó hacia él.
-Ya veo que es un recién llegado -dijo la rana-. ¡Bueno! Después de todo no hay nada como el fango. Denme un tiempo lluvioso y un hoyo y soy completamente feliz… ¿Cree que la tarde será calurosa? Así lo espero, porque el cielo está todo azul y despejado. ¡Qué lástima!
-¡Ejem!, Ejem! -profirió el cohete tosiendo.
-¡Qué voz más deliciosa tiene! -gritó la rana-. Parece el croar de una rana y croar es la cosa más musical del mundo. Ya oirá nuestros coros esta noche. Nos colocamos en el antiguo estanque de los patos junto a la alquería y en cuanto aparece la luna, empezamos. El concierto es tan sublime que todo el mundo viene a oírnos. Ayer, sin ir más lejos, oí a la mujer del colono decir a la madre que no pudo dormir ni un segundo durante la noche por nuestra causa. Es muy agradable ver lo popular que es una.
-¡Ejem!, Ejem! -dijo el cohete.
Estaba muy molesto de no poder salir de su mutismo.
-¡Sí, una voz deliciosa! -prosiguió la rana-. Espero que vendrá al estanque de los patos. Voy a echar un vistazo a mis hijas. Tengo seis hijas soberbias y me inquieta mucho que el sollo tope con ellas… Es un verdadero monstruo y no sentiría el menor escrúpulo en comérselas. Así es que ¡adiós! Me agrada mucho su conversación, se lo aseguro.
-¿Y llama conversación a esto? -dijo el cohete-. Ha charlado usted sola todo el rato. Eso no es conversación.
-Alguien tiene que escuchar siempre -replicó la rana-, y a mí me gusta llevar la voz cantante en la conversación. Así se ahorra tiempo y se evitan disputas.
-Pues a mí me gusta la discusión -dijo el cohete.
-No lo creo -replicó la rana con aire compasivo-. Las discusiones son completamente vulgares, porque en la buena sociedad todo el mundo tiene exactamente las mismas opiniones. Adiós otra vez. Veo a mis hijas allá abajo.
Y la ranita se puso a nadar nuevamente.
-Es una persona antipática -dijo el cohete-, y mal educada. Detesto a las gentes que hablan de sí mismas como usted, cuando necesita uno hablar de uno mismo, como en mi caso. Eso es lo que se llama egoísmo y el egoísmo es una cosa aborrecible, sobre todo para los que son como yo, pues bien conocen todos mi carácter simpático. Debería tomar ejemplo de mí. No podría encontrar un modelo mejor. Ahora que tiene esa oportunidad, aprovéchela sin tardanza, porque voy a volver a la corte en seguida. Soy muy estimado en la corte. Ayer, el príncipe y la princesa se casaron en mi honor. Seguramente no estará enterada de nada de esto, ¡como es provinciana!
-¡No se moleste en hablarle! -dijo una libélula posada en la punta de una espadaña-. Se ha ido.
-Bueno, ¡ella se lo pierde y no yo! No voy a dejar de hablarle, sólo porque no me escuche. Me gusta oírme hablar. Es uno de mis mayores placeres. Sostengo a menudo largas conversaciones conmigo mismo y soy tan profundo que a veces no comprendo ni una palabra de lo que digo.
-Entonces debe ser licenciado en filosofía -dijo la libélula.
Y desplegando sus lindas alas de gasa, se elevó hacia el cielo.
-¡Qué necedad demuestra al no quedarse aquí! -dijo el cohete-. Estoy seguro de que no habrá tenido muy a menudo la oportunidad de educar su espíritu; aunque después de todo me es igual. Un genio como el mío será apreciado con toda seguridad algún día.
Y se hundió un poco más en el fango.
Pasado un rato, una gran pata blanca nadó hacia él. Tenía las patas amarillas, los pies palmeados y la consideraban como una gran belleza por su contoneo.
-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué tipo más raro tiene usted! ¿Puedo preguntarle si ha nacido aquí o si es de resultas de algún accidente?
-¡Cómo se ve que ha vivido siempre en el campo! De otro modo sabría quién soy. Sin embargo, disculpo su ignorancia. Sería descabellado querer que los demás fueran tan extraordinarios como uno mismo. Sin duda le sorprenderá saber que vuelo por el cielo y que caigo en una lluvia de chispas de oro.
-No lo considero muy estimable -dijo la pata-, pues no veo en qué puede ser eso útil a nadie. ¡Ah! Si arara los campos como un buey; si arrastrase un carro como el caballo; si guardase un rebaño como el perro del ganado, entonces ya sería otra cosa.
-Buena mujer -dijo el cohete con tono muy altivo-, veo que pertenece a la clase baja. Las personas de mi rango no sirven nunca para nada. Tenemos un encanto especial y con eso basta. Yo mismo no siento la menor inclinación por ningún trabajo y menos aún por esa clase de trabajos, que enumera. Además, siempre he sido de opinión que el trabajo rudo es simplemente el refugio de la gente que no tiene otra cosa que hacer en la vida.
-¡Bien, bien! -dijo la pata, que era de temperamento pacífico y no reñía nunca con nadie-. Cada cual tiene gustos diferentes. De todas maneras, deseo que venga a establecer aquí su residencia.
-¡Nada de eso! -exclamó el cohete-. Soy un visitante, un visitante distinguido y nada más. El hecho es que encuentro este sitio muy aburrido. No hay aquí ni sociedad ni soledad. Resulta completamente de barrio bajo… Volveré seguramente a la corte, pues estoy destinado a causar sensación en el mundo.
-Yo también pensé en entrar en la vida pública -observó la pata-. ¡Hay tantas cosas que piden reforma! Así pues, presidí, no hace mucho, un mitin en el que votamos unas proposiciones condenando todo lo que nos desagradaba. Sin embargo, no parecen haber surtido gran efecto. Ahora me ocupo de cosas domésticas y velo por mi familia.
-Yo he nacido para la vida pública y en ella figuran todos mis parientes, hasta los más humildes. Allí donde aparecemos, llamamos extraordinariamente la atención. Esta vez no he figurado personalmente, pero cuando lo hago, resulta un espectáculo magnifico. En cuanto a las cosas domésticas, hacen envejecer y apartan el espíritu de otras cosas más altas.
-¡Oh, qué bellas son las cosas altas de la vida! -dijo la pata-. ¡Esto me recuerda el hambre que tengo!
Y la pata volvió a nadar por el río, continuando sus ¡cuac… cuac… cuac…!
-¡Vuelva, vuelva! -gritó el cohete-. Tengo muchas cosas que decirle.
Pero la pata no le hacía ningún caso.
-Me alegro de que se haya ido. Tiene realmente un espíritu mediocre.
Y hundiéndose un poco más en el fango, empezaba a reflexionar sobre la belleza del genio, cuando de repente dos chiquillos con blusas blancas llegaron al borde de la cuneta con un caldero y unos leños.
-Ésta debe ser la comisión -dijo el cohete. Y adoptó una digna compostura.
-¡Oh! -gritó uno de ellos-. Mira este palo viejo. ¡Qué raro que haya venido a parar aquí!
Y sacó el cohete de la cuneta.
-¡Palo viejo! -refunfuñó el cohete-. ¡Imposible! Habrá querido decir palo precioso. Palo precioso es un cumplido. Me toma por un personaje de la corte.
-¡Echémoslo al fuego! -dijo el otro muchacho-. Así ayudará a que hierva la caldera.
Amontonaron los leños, colocaron el cohete sobre ellos y prendieron fuego.
-¡Magnífico! -gritó el cohete-. Me colocan a plena luz. Así todos me verán.
-Ahora vamos a dormir! -dijeron los niños-, y cuando nos despertemos estará ya hirviendo la caldera.
Y acostándose sobre la hierba cerraron los ojos. El cohete estaba muy húmedo. Pasó un buen rato antes de que ardiese. Sin embargo, al fin, prendió el fuego en él.
-¡Ahora voy a partir! -gritaba.
Y se erguía y se estiraba.
-Sé que voy a subir más alto que las estrellas, más alto que la luna, más alto que el sol. Subiré tan arriba que…
-¡Fisss! ¡Fisss! ¡Fisss!
Y se elevó en el aire.
-¡Delicioso! -gritaba-. Seguiré subiendo así siempre. ¡Qué éxito tengo!
Pero nadie lo veía.
Entonces comenzó a sentir una extraña impresión de hormigueo.
-¡Voy a estallar! -gritaba-. Incendiaré el mundo entero y haré tanto ruido, que no se hablará de otra cosa en un año.
Y, en efecto, estalló.
-¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! -hizo la pólvora. La pólvora no podía hacer otra cosa.
Pero nadie oyó, ni siquiera los dos muchachos que dormían profundamente.
No quedó del cohete más que el palo que cayó sobre la espalda de una oca que daba su paseo alrededor de la zanja.
-¡Cielos! -exclamó-. ¡Ahora llueven palos!
Y se tiró al agua.
-¡Me parece que he causado una gran sensación! -musitó el cohete.
Y expiró.


“The Remarkable Rocket”,
The Happy Prince and Other Tales, 1888